En este año del 50 aniversario del 11 de septiembre de 1973 el país no alcanzará una visión mínimamente compartida sobre esa fecha -día que amanece con un Chile pluralista que se desliza por el filo de la navaja hacia la guerra civil, y se acuesta con un Chile regido por una junta militar- mientras no se admita que nuestra democracia agonizaba o ya estaba muerta, y que esa noche lo que tuvo lugar fue su sangrienta sepultura.

A la democracia la liquidaron integrantes de la clase política de entonces. Los datos lo demuestran: Antes de ese día llegó el país a la polarización extrema, al odio fratricida, al fin del diálogo nacional, al sistema de racionamiento de alimentos, a la inflación más alta del mundo, a la ocupación de campos y fábricas, a la aparición de grupos armados y combates a muerte en las calles, al colapso social y económico del país y al acuerdo de la Cámara de Diputados que declaró inconstitucional al gobierno de Salvador Allende. Esa es la trágica y letal verdad: la clase política no logró sacarnos del callejón sin salida en que nos metió.

Reducir el Once sólo a la intervención militar es eludir la trama histórica profunda, completa y lacerante, un cherry picking en el pasado que esquiva lo evidente: la (falta de) responsabilidad de integrantes de una generación de políticos -en su mayor parte ya fallecidos- en la peor tragedia del Chile del siglo XX. Continuar imponiendo un análisis estático, ajeno al flujo entreverado de la historia, omitiendo la relación causa y efecto de los procesos histórico-sociales, imposibilitará durante otro medio siglo acercarse al cuadro completo de lo acaecido tal como fue, atribuir responsabilidades, extraer lecciones y posibilitar el reencuentro que el país necesita para superar este infernal clima de odio, reproches y descalificaciones, de interpretaciones maniqueas con mezquina intencionalidad partidaria que convierten cada año a Chile en un déjà-vu sin fin.

Dicho esto, reitero lo siguiente: Primero, nada justifica la violación de derechos humanos ni en Chile ni en Cuba ni Venezuela, ni en el extinto campo socialista o donde sea. Segundo: exigir que se despliegue la historia completa del Once desde su inicio, que parte mucho antes de 1973, no es jugar a la lógica del empate, ni ser negacionista ni justificar violaciones de derechos humanos. Por el contrario, es defender el derecho ciudadano -en particular de las generaciones jóvenes- a conocer a fondo nuestro tortuoso pasado, a ver el filme íntegro, el lienzo completo de la tragedia y no sólo segmentos seleccionados.

Acercarnos al tema plenamente desplegado medio siglo después de lo vivido entonces -la mayoría puede hacerlo sólo a través de textos, discursos partidarios o narrativas apologéticas o demonizadas-, exige una honestidad que perturba a muchos. Un aspecto -insisto- fueron las condenables violaciones de derechos humanos bajo el régimen militar (también hubo víctimas de esta parte), y otro la responsabilidad que le cupo a fuerzas revolucionarias que procuraron hacernos transitar, mediante resquicios legales y “acciones de masas”, de nuestra entonces digna democracia hacia una transformación radical del país inspirada -está en consignado los textos de la época- en Cuba, Vietnam, URSS y/o otros estados comunistas.

Es innegable que al gobierno de Allende no lo inspiraron modelos socialdemócratas ni de economía de mercado al diseñar el Chile al que aspiraba. Estos eran vistos por la izquierda entonces como “traición al pueblo” y funcionales al “sistema imperialista mundial”.

La adhesión gradual de una minoría de la izquierda chilena a la socialdemocracia europea se produce un decenio después, principalmente a través de compatriotas que en el exilio -al ver las bondades de la pujante Europa occidental frente a la triste realidad del socialismo amurallado- concluyen que la opción no era binaria entre Castro o Pinochet, sino un centro algo inclinado hacia la izquierda, el mismo que desdeñaba su jacobinismo hasta mediados de los setenta. Muchos de los radicales de entonces -denominados en Cuba “comecandelas”- sufrieron la conversión a la luz de los candelabros de salones socialdemócratas europeos, pero otros la siguen viendo en el Kremlin o La Habana.

Lo deplorable es que, antes de eso, en la década del 1960, el PS estaba convencido de que en Chile, bajo el Presidente Eduardo Frei Montalva (1958-1964), vivíamos bajo una “dictadura fascista” (sic) que había que enfrentar política y militarmente.

La “dictadura fascista” de Frei Montalva

¿Alguien medianamente cuerdo cree hoy que el gobierno reformista democristiano fue una “dictadura fascista”, como lo definió el congreso de 1967 del PS, y que debía ser derribado usando la lucha armada y ser sustituido por un dictadura de obreros y campesinos? Es lo que planteó ese congreso. Cito a continuación del interesante Archivo Clodomiro Almeyda algunas de las definiciones de la tienda del Presidente Allende.

¿Cómo describe el PS al gobierno de Frei Montalva? Así: “El actual gobierno es una dictadura fascista contrarrevolucionaria cubierta con una careta legalista y pseudo‐reformista”. Y agrega en otro acápite: “El régimen de la DC es fascista, contrarrevolucionario y prolongación política criolla del imperialismo”. Y añade: “O se le hace oposición que es una manera de ofrecer una válvula de escape o se preparan las condiciones para derribarlo”.

Cabe recordar que Chile entonces era reconocido mundialmente por su estabilidad democrática. En Europa saludaban la “revolución en libertad” de Frei Montalva como alternativa frente a Fidel Castro que regía desde enero de 1959 y adiestraba guerrillas por doquier. El PS, partido que sería clave en el gobierno de la Unidad Popular y admiraba a Cuba y Vietnam, y algo menos a la URSS y al socialismo detrás de la Cortina de Hierro, calificaba ya en los sesenta al gobierno democratacristiano de “dictadura fascista” mientras aplaudía al mismo tiempo a cruentos tiranos.

En ese estado de fervor revolucionario, el PS instruyó cómo debía defender su modelo socialista para Chile: “Su defensa frente a la contrarrevolución sólo puede asegurarse mediante el ejercicio directo de la soberanía por las masas explotadas y el uso de la violencia revolucionaria contra quienes quieran restaurar el régimen burgués. En otras palabras, para las masas, democracia directa; frente a la contrarrevolución, dictadura revolucionaria”. Ahí queda expresada la “sensibilidad” democrática del PS en los sesenta: etiqueta fascista para la Democracia Cristiana, opción por la vía armada y una dictadura para proletaria para Chile. No lo afirmo yo, sino el congreso del PS de 1967, mientras Allende calentaba motores para su campaña presidencial.

No citaré todas las tesis, porque son demasiadas y estremece la ligereza de un partido histórico que -junto con el PC- terminaría sufriendo a partir de 1973 el grueso de una represión, aunque de signo opuesto, que cinco años antes propugnaban: “El Partido no pierde de vista que entramos a la etapa de la resistencia activa y que luego vendrá la lucha armada y, más tarde, la insurrección y la guerra civil para decidir el proceso histórico chileno. Todo lo que sirva en ese sentido, debe ser aprovechado. Todo lo que se oponga a la preparación para la violencia, debe ser desechado”. Todo esto bajo Frei Montalva…

El PS no fue, sin embargo, la única tienda que elaboró, en las puertas de la elección de 1970, una estrategia violenta para acceder al poder. Ya desde 1965 operaba militarmente el MIR, adiestrado por La Habana, pues se inspiraba en la vía armada de Fidel Castro contra Fulgencio Batista (1952-58), estrategia que inició en 1953 asaltando el Cuartel Moncada y continuará en 1956, después de que Batista lo indulta en 1955, para iniciar en enero de 1959 su dictadura. Por cierto, la dictadura más longeva de Occidente -lleva 64 años- aún no genera la condena del PS ni del PC chilenos, ni tampoco del MIR y fuerzas afines.

Ese era entonces el estado de salud y de aceptación de nuestra democracia antes, y esas eran las estrategias y tácticas políticas de influyentes partidos nacionales. Imaginar que el país era un remanso idílico con una democracia respaldada por todos los partidos, es no conocer al Chile de hace medio siglo. El único partido de izquierda “moderado” entonces era el PC, acusado de “reformista” por sus socios por haberse jugado hasta el final por el programa de la UP, aunque el PC proponía como modelo socialista a Bulgaria, la dictadura estalinista impuesta por las tropas soviéticas después del fin de la Segunda Guerra Mundial.

Otro elemento que debe ser incluido en una visión amplia del Once es el Acuerdo de la Cámara de Diputados de Chile, del 22 de agosto de 1973, que declaró la ilegitimidad del gobierno de Allende. Más allá de interpretaciones con respecto a su constitucionalidad, ella refleja lapidariamente el estado terminal de nuestra democracia y el quiebre de la institucionalidad chilena, revelando que el país marchaba a la deriva, fracasados ya todos los esfuerzos por resolver políticamente un duelo entre el Gobierno que no transaba en su objetivo de instaurar el socialismo, y la mayoría del país (desde socialdemócratas moderados y demócrata-cristianos hasta derechistas) opuesta tenazmente a la instauración del socialismo revolucionario.

Obsesión de Fidel Castro por Chile

Hay otro factor relevante en este cuadro: La destemplada visita de Fidel Castro de 24 días a Chile en 1972 mostró cuán obsesionado estaba el dictador con la posibilidad de una alianza revolucionaria con Chile. Y su visión no emanaba precisamente de una postura pro democracia representativa sino de la práctica de su dictadura totalitaria y de la de otros estados socialistas.

Es insólita en la diplomacia mundial una visita de esta naturaleza y extensión. Fue una afrenta a Chile y Allende, quien miraba impotente cómo el cubano, casi en calidad de pro-cónsul, recorría el país de norte a sur, pronunciando discursos donde le placía, repartiendo consejos no solicitados de cómo dirigir una revolución y consolidar el poder, sin informar a La Moneda cuándo se marcharía. Todo esto ante la ira y el estupor de los chilenos.

Allende debe haber contado entonces con un apoyo ciudadano similar o menor al que tiene Boric hoy. Para hacernos una idea de la crítica polarización en que nos hallábamos, agravada por la inflación desatada y el desabastecimiento y racionamiento de los alimentos, conviene imaginar qué situación tendríamos hoy si Boric permitiese que Díaz-Canel o Maduro llegase a Chile en visita indefinida, y los partidos simpatizantes le organizaran una gira de 24 días por el territorio nacional pronunciando discursos injerencistas sobre nuestra política y loas a su propia dictadura. Seamos realistas, ese era el grado de “sensibilidad” democrática entonces, algo inaceptable hoy para la ciudadanía.

Y traigo aquí a colación a Castro y sus fuerzas adiestrados en Cuba porque él se adueñó entonces incluso de la imagen de Allende después de su suicidio. El 28 de septiembre de 1973, ante más de cien mil cubanos convocados a la Plaza de la Revolución, en La Habana, el caribeño difundió al mundo la leyenda de que el Presidente había caído combatiendo abatido por las balas del “ejército fascista de Chile”.

No tuvo empacho en torcer la historia y ocultar el suicidio del Mandatario y presentar su muerte a su aire, nada menos que la muerte de Allende, quien, a diferencia de él, accedió al gobierno mediante una elección, convirtiéndolo cruelmente en una imitación tardía y fracasada de él mismo, en un fidelista improvisado y de última hora. Aún muchos creen en la patraña castrista sobre el trágico fin de Allende.

Es indiscutible que para importantes sectores de la izquierda de los sesenta y setenta la violencia era un método legítimo para instaurar un sistema revolucionario, y las dictaduras comunistas eran tolerables o cuando no justificables por los objetivos igualitarios que proclamaban. La valoración profunda de la democracia representativa en parte de ella surge cuando sufre la represión dictatorial en Chile, y en el exilio conoce la Europa dividida, el eurocomunismo y el poder entonces de los socialdemócratas. No es sostenible que la izquierda se identificara con la democracia representativa y los derechos humanos en la etapa de nuestra historia a la que aludimos.

Prueba de esto es que aún en la actualidad existen partidos y movimientos de izquierda que celebran a los regímenes de Cuba, Venezuela, Nicaragua, Corea del Norte y al de Putin. Esa parte de la izquierda que mantiene una relación ambigua con dictaduras, practica hoy la doble moral al condenar (con razón) a las dictaduras de derecha del pasado, pero calla, o elude vergonzosamente la condena de las actuales dictaduras izquierdistas, cuando no las aplauden o se fotografían junto a sus tiranos favoritos.

Es crucial el análisis holístico de los 50 años del Once por cuanto permite conocer el clima político y el grado de sensibilidad democrática existentes entonces en el país, y permite además examinar si se han extraído lecciones de esa tragedia que impidan su repetición.

Es claro que la mayoría de la ciudadanía y las instituciones de Chile valoran los derechos humanos y condenan transversalmente su violación (materia en que la izquierda seguirá responsabilizando ad infinitum a la derecha, incluso a los derechistas que nacieron en este milenio), pero no ocurre lo mismo con la condena de quienes justifican o propician a partidos que propugnan o justifican alternativas reñidas con los principios democráticos.

Reconocer que el 11 de setiembre de 1973 se halla inmerso en un país azotado desde mucho antes por graves tensiones políticas para los cuales la clase política fue incapaz de brindar soluciones consensuadas que morigeraran la crisis y neutralizaran políticamente a los sectores radicalizados no significa -reitero una vez más- justificar la violación de derechos humanos bajo el régimen militar.

Pero ese análisis permite un examen que no se puede seguir postergando: el de la responsabilidad de la clase política de entonces. Un análisis crítico objetivo de esos años y las lecciones que éste arroje permitirá gradualmente al país estar más alerta frente a fuerzas que se proponen transformaciones radicales sin contar con las mayorías imprescindiblemente para procesos revolucionarios.

Mientras continuemos enfocados en el tema de la violación de derechos humanos, pero eludiendo el escrutinio de la responsabilidad que le cupo a la clase política entonces (hoy en el último peldaño de la aprobación ciudadana), Chile continuará bregando por más decenios en una arena sucia, dividida y teñida de pasado, en su infinito déjà-vu.

Por Roberto Ampuero, Escritor, excanciller, ex ministro de Cultura y ex embajador de Chile en España y México. Profesor Visitante de la Universidad Finis Terrae, para El Líbero

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