La conmemoración de los 50 años del golpe de Estado no resultó como imaginaron Boric y el PC. Querían que fuera un momento de alto valor simbólico, que estableciera un vínculo esencial entre la izquierda del 73 y la que está hoy en La Moneda. Así, los ideales compartidos iban a adquirir nueva irradiación, y el programa revolucionario de ayer se conectaría con el programa del presente. Boric iba a ser, definitivamente, el heredero de Allende que al parecer siempre anheló.

Las cosas, sin embargo, evolucionaron de otro modo. Se creó una situación propicia para el examen y revisión de la historia con menos inhibiciones que las que prevalecieron por largo tiempo. Las devastadoras consecuencias del golpe han obligado a indagar en sus causas.

No ha bastado, como dijo un ex rector de la U. de Chile, con “poner el foco en las víctimas”, como si su sacrificio se hubiera producido fuera de la historia. Nada justificará nunca los crímenes de la dictadura, pero no podemos sino preguntarnos cómo se vinieron abajo los diques de civilización en Chile, cómo se impuso la dictadura, por qué un país en el que no eran frecuentes los cuartelazos y que había tenido 40 años de estabilidad institucional (que no tuvieron ni Argentina, ni Perú, ni Bolivia), llegó a perder la democracia.

Los debates y seminarios de estos meses, las crónicas y las columnas de opinión, los libros que han aparecido, los documentales disponibles en YouTube, han proyectado una potente luz sobre la génesis de nuestra tragedia. Ello ha reducido el espacio de la leyenda y, ciertamente, el efecto intimidante de la línea sostenida por el PC de que cualquier juicio crítico sobre Allende y su gobierno es un modo de darle la razón a Pinochet, validar los crímenes y ofender a las víctimas.

Ha sido “la trampa moral”, que consiguió coaccionar por muchos años el análisis riguroso de lo ocurrido entre 1970 y 1973, lo que sirvió, entre otras cosas, para que no pocas carreras parlamentarias se construyeran sobre el pedestal de la intransigencia.

Solo nos sirve la verdad. Solo tendremos una sociedad sana si encaramos los hechos, aunque ello implique una colisión con las lecturas reduccionistas. No habrá ni debe haber una verdad oficial, impuesta desde el Estado. En una sociedad abierta como la que hemos construido, la historia estará siempre sujeta a escrutinio. Y sabemos que las mitologías son duraderas.

Nunca sabremos lo que pasó por la mente de Salvador Allende en aquellas dramáticas horas del 11 de septiembre de 1973, ni qué balance hizo del camino recorrido cuando vio que su gobierno llegaba al final del camino, y junto con ello, se hundía el régimen democrático. Nunca sabremos cuál fue el sentimiento que lo embargó en el momento en que decidió quitarse la vida. Solo podemos tener consideración humana hacia su determinación.

Su acto final, en todo caso, no puede inhibir la crítica de sus actos de gobernante. Las fuerzas de izquierda no pueden seguir dando explicaciones que no explican lo ocurrido, como si los culpables siempre fueran otros. Son muchos los que llevan velas en el entierro de la democracia, pero la responsabilidad mayor es la de quienes gobernaban, en primer lugar, la de quien desempeñaba la jefatura del Estado. Sus decisiones, confusiones y omisiones fueron determinantes en la creación de una vorágine social y política que condujo a Chile al desastre.

Allende aceptó ser candidato de la UP con un programa maximalista ya elaborado por los partidos, y que se proponía “iniciar la construcción del socialismo”. Luego, ya convertido en Presidente gracias a los votos de la DC en el Congreso, validó una especie de “gobierno de comité”, lo que implicó poner entre paréntesis las facultades que la Constitución le entregaba. Se inclinó ante el hecho de que el Partido Socialista, identificado con el jacobinismo revolucionario, asumiera el papel de cancerbero del gobierno.

¿Qué significaba para Allende y la Unidad Popular ese socialismo hacia el cual querían llevar a Chile? Ante todo, el dominio estatal de la economía, mediante la expropiación o nacionalización de los medios de producción, pero también el control de la emisión monetaria, del crédito, del precio de los productos, etc. Se trataba de quitar la base de sustentación material a la burguesía, para arrebatarle enseguida todo el poder. De allí surgiría, la sociedad igualitaria.

El principio cardinal del cambio era la lucha de clases. Los discursos de Allende no eran más que variaciones de ese artículo de fe: para construir un orden más justo, en el que el pueblo viviera mejor, había que derrotar a la burguesía, por medios legales si era posible, o por otros medios, si era necesario. El programa de la UP era la aplicación del breviario marxista a las condiciones de Chile.

La nacionalización del cobre, negociada con la oposición y aprobada por unanimidad en el Congreso, pudo haber creado un cuadro propicio para alcanzar acuerdos realistas en todo lo demás. Allende, sin embargo, avaló la línea dogmática y rupturista en la economía, sin conciencia de los límites.

De este modo, el gobierno se apoderó, directa o indirectamente, de casi todos los bancos, respaldó la ocupación e intervención de cientos de industrias, favoreció la expropiación de tierras a marchas forzadas. Todo ello condujo a la desarticulación de la economía, la inflación desatada, el desabastecimiento, el mercado negro, la fuga de capitales, etc.

Allende no tuvo conciencia del proceso que desató. Ignorándolo todo o casi todo sobre el funcionamiento de la economía real, no vio los devastadores efectos sociales que traería el fundamentalismo anticapitalista. Además, lo que se suponía que era su capital –el conocimiento de las dinámicas políticas-, se demostró que era un supuesto falso. Creyó que el futuro dependía de derrotar “completamente” a la derecha, y parece haber imaginado que esta no se defendería. La UP dio la impresión de querer ganarse el mayor número posible de enemigos, y lo consiguió.

Está probada la intervención norteamericana en Chile en aquellos años. Lo que se empieza a conocer recién ahora es lo que podríamos llamar “la intromisión consentida” de Fidel Castro en nuestros asuntos. En los hechos, Allende le abrió la puerta.

Se ha comentado ampliamente la visita de Castro en noviembre de 1971, cuando decidió quedarse 24 días, contra la voluntad de Allende, Entonces, Castro recorrió el país como candidato en campaña, pronunció cientos de discursos en los que daba a entender que era una muestra de ingenuidad creer que se podía hacer una revolución por vías legales, o sea, el discurso del MIR. No solo eso. Castro se regodeó en demostrar que “podía” hacer todo eso en territorio chileno sin que nadie se lo pudiera impedir.

¿Por qué Allende aceptó que el visitante atropellara todas las normas? ¿Era, tal vez, una expresión de cierto complejo ante quien actuaba como el jefe de la revolución continental? La explicación, quizás, está en los tratos y compromisos que Castro hizo con Allende en los años previos. El caudillo cubano actuó con la seguridad que le daba el saber mucho sobre el mandatario chileno. Entre los secretos compartidos, estaban el entrenamiento militar de muchos chilenos en Cuba, el papel de Beatriz Allende y el grupo castrista del PS, la formación de la guardia personal de Allende, las platas para el MIR, etc.

En los próximos días verá la luz un libro que aportará nuevos antecedentes sobre la naturaleza del gobierno de la Unidad Popular y sobre la figura de Allende. Es un estudio que demandó varios años y se titula “Allende y la preparación de la lucha armada” (Tajamar Editores, septiembre 2023). Sus autores son Juan Pablo Alessandri y Pablo Cancino. En sus páginas, hay abundante información sobre la intromisión cubana en nuestro país, y sobre la duplicidad de la Unidad Popular y del propio Allende respecto de la violencia como método para alcanzar todo el poder.

En noviembre de 1972, Allende parece que creyó que daba un paso táctico magistral al forzar el ingreso de los comandantes en jefe de las FF.AA. al gobierno. Quizás supuso que era el punto de partida de la gran alianza entre los revolucionarios y los militares. En realidad, fue el comienzo de un proceso corrosivo dentro de las instituciones armadas, que alentó la deliberación interna y terminó abonando el terreno para la ofensiva golpista.

En la etapa final, la presión combinada de los cubanos, los dirigentes del PS y del MIR sobre Allende, para que no pactara con la DC una salida política a la crisis, determinó que el mandatario no se atreviera a desafiar a “los vigilantes de la revolución” y perdiera de vista que lo verdaderamente importante era salvar la democracia. No tuvo convicción ni fuerzas para tomar las decisiones que pudieran haber evitado la salida de fuerza. Incluso, parece haberse ilusionado con la posibilidad de que, si se producía la confrontación armada, una parte de las FF.AA. estaría a su lado, lo que permitiría que la izquierda saliera victoriosa. Maniobró hasta cuando ya no tenía capacidad para hacerlo.

El gobierno de Allende no puede ser salvado históricamente en consideración a lo que vino después. Es exactamente al revés. Porque fue terrible lo que vino, no pueden excusarse la ceguera ideológica y la incapacidad para apreciar el valor de las libertades de parte de aquella izquierda. En aquellos años, la democracia fue debilitada por el discurso revolucionario que la despreciaba por formal y burguesa. Hasta que vinieron los tanques y pasaron por encima de esa democracia. La UP fue un proyecto dramáticamente equivocado, fundado en una matriz que fracasó en todo el mundo.

Al cumplirse 50 años del golpe, debemos recordar a todos los caídos y esforzarnos por curar las terribles heridas que dejó la dictadura. Necesitamos fortalecer la cultura democrática y erradicar la violencia como método político. Ninguna alternativa que pretenda “capturar el poder” es compatible con la vida en libertad. No basta con que condenemos los golpes de Estado: tenemos que impedir que se creen las condiciones para que triunfen.

Podemos aprender de la historia. Pero, ello supone no aceptar tabúes que impidan la reflexión y la crítica. Tenemos que dejar atrás la visión religiosa que adjudica el bien absoluto al bando propio, y el mal absoluto a los adversarios. Necesitamos vivir juntos en la diversidad.

Por Sergio Muñoz Riveros para ex-ante.cl

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