En este momento, en Kharp, en la región de Yamalo-Nenets, hacen 23 grados bajo cero; el viento pega con fuerza, la habitual para el invierno siberiano, y la sensación térmica llega a 33 bajo cero. El sol casi no calienta y apenas tiene vida durante ocho horas y media del día; a las 5 de la tarde la noche ya es la dueña del día.

Esa es la inclemencia ártica a la que estaba expuesto Alexei Navalny desde hacía casi dos meses en la cárcel “Lobos Polares”. ¿Fue esa la causa de la muerte de Navalny, combinada con tres años y medio de envenenamiento, convalecencia, deterioro físico, violencia, huelgas de hambre, falta de atención médica, aislamiento y confinamiento? ¿O fue otro intento de asesinato, esta vez exitoso?

Ambas opciones son probables, ante la falta de una verdad que seguramente nunca llegará. El frío en Siberia mata o debilita hasta la muerte; no por nada era y es ese el destino de cualquiera que osara levantarse contra los zares, la nomenclatura soviética o Vladimir Putin.

Tampoco sería sorprendente que Navalny haya sido asesinado en prisión, pese a la versión oficial del Kremlin de que se “descompensó”; después de todo ya había sido blanco de un intento de homicidio cuando fue envenenado con una dosis de Novichok que alguien puso en sus calzoncillos en agosto de 2020. Ese alguien fue un agente del FSB, los servicios de seguridad rusos, según el propio Navalny descubrió en una de sus tantas investigaciones

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