En la remota bahía de Lituya, en Alaska, la naturaleza liberó su fuerza más asombrosa la noche del 9 de julio de 1958. Allí, un fenómeno que desafía todo lo imaginable protagonizó el tsunami más elevado jamás documentado: una ola que alcanzó los 524 metros de altura, superando con creces cualquier rascacielos humano y transformando para siempre el paisaje del fiordo.

A diferencia de la mayoría de los tsunamis (que suelen nacer tras terremotos submarinos), el caso de Lituya se gestó de manera singular. Un fuerte seísmo de magnitud 7.8 sacudió la región, provocando el colapso de entre 30 y 40 millones de metros cúbicos de roca y hielo desde una montaña que bordeaba la bahía. La avalancha, precipitada desde una altura considerable, cayó abruptamente sobre las aguas, desplazando de golpe una masa colosal de agua. Este impacto generó la megaola histórica.

 

Características y velocidad del megatsunami

El desastre de Lituya no siguió el patrón de los tsunamis tradicionales, que suelen recorrer grandes distancias barriendo costas lejanas. En este caso, la energía liberada se transformó instantáneamente en una ‘cortina de agua’ de altura récord que asoló la bahía, arrancando la vegetación hasta media ladera y devastando unos 10km² de terreno. La ola inicial se desplazó a más de 200km/h, perdiendo velocidad conforme se alejaba del epicentro.

Bahía de Lituya (Alaska)
Bahía de Lituya (Alaska)Wikipedia

Impacto humano limitado

El balance humano, pese a la magnitud del suceso, fue sorprendentemente bajo: solo cinco personas perdieron la vida. Esta escasa cifra se explica por el carácter aislado e inhóspito de la bahía, lejos de zonas habitadas y rodeada de glaciares y bosques vírgenes.

Sin embargo, el daño al entorno fue brutal. Árboles arrancados, ecosistemas costeros arrasados y hábitats irreversiblemente alterados evidencian el impacto medioambiental del megatsunami. Los expertos estiman que la energía liberada equivalía a la detonación de 5.000 bombas atómicas.

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