La incorporación de jóvenes a las barras bravas suele estar marcada por una necesidad profunda de pertenencia. En contextos donde las redes familiares, educativas o comunitarias aparecen debilitadas, la barra ofrece un sentido inmediato de identidad colectiva, con símbolos, rituales y un lenguaje propio que entrega reconocimiento y validación.

Diversos sociólogos coinciden en que la adolescencia y la primera juventud son etapas clave en la construcción del “nosotros”. En ese proceso, el club y la barra funcionan como una extensión emocional que da sentido de continuidad y orgullo, especialmente en sectores donde las oportunidades de movilidad social son escasas.

La camiseta, los cánticos y los colores operan como marcadores identitarios fuertes. No se trata solo de apoyar a un equipo, sino de asumir un rol dentro de una estructura que otorga estatus interno, jerarquías y objetivos compartidos.

Desde esta lógica, la barra no se vive como un espacio marginal, sino como un hogar simbólico. Un lugar donde el joven “es alguien” y donde su presencia importa.

El problema surge cuando esa identidad se construye en oposición permanente al otro, transformando la rivalidad deportiva en una lógica de confrontación social.

 

 

 

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