La persona se funde en la masa, facilitando comportamientos que en solitario considerarían impensables. La rivalidad se deshumaniza: el hincha contrario no es un individuo, sino un símbolo a ser anulado.

Más allá de los incidentes y las cifras, comprender la violencia en las barras exige adentrarse en el terreno de la sociología y la psicología social. Estos grupos ofrecen a sus miembros, en su mayoría jóvenes varones de sectores marginados, algo que la sociedad les niega: identidad, pertenencia y poder.

En contextos de exclusión socioeconómica, la barra brava se erige como una «familia sustituta». Provee un sentido de comunidad, códigos de honor y un status que no se obtiene en el colegio o el trabajo. La camiseta del equipo y los cantos se convierten en símbolos de una identidad colectiva poderosa y excluyente. Dentro de este microcosmos, la violencia funciona como un ritual de iniciación, un mecanismo para ganar respeto y ascender en la jerarquía interna.

Desde una perspectiva de psicología de masas, el estadio y sus alrededores actúan como espacios de desindividuación. El anonimato dentro de la multitud, el uso de pasamontañas y la eufórica energía grupal reducen las inhibiciones personales y la responsabilidad individual. La persona se funde en la masa, facilitando comportamientos que en solitario considerarían impensables. La rivalidad se deshumaniza: el hincha contrario no es un individuo, sino un símbolo a ser anulado.

La violencia también es un lenguaje y una mercancía. Para el barra, la confrontación es una forma de comunicar la supremacía de su grupo y su territorio. Para actores externos (dirigentes deportivos sin escrúpulos, políticos), la barra es una herramienta útil: proporciona votos, intimida a adversarios, controla graderías. Este círculo de complicidad otorga a los violentos un poder real dentro del sistema futbolístico, perpetuando su existencia.

Por lo tanto, criminalizar al individuo sin entender el ecosistema que lo produce es insuficiente. La solución debe pasar por ofrecer alternativas reales de inclusión: oportunidades laborales, espacios culturales y deportivos, y una reconexión con la comunidad que no gire alrededor de la confrontación. Atacar las causas estructurales es más complejo que aumentar el patrullaje, pero es la única vía sostenible.

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