El vínculo entre juventud y barras bravas no puede disociarse de una crítica profunda a los modelos de masculinidad hegemónica. La barra no crea la violencia de la nada; se nutre de una socialización previa que enseña a los varones a reprimir emociones como el miedo o la tristeza, y a canalizar su malestar a través de la agresividad y la competencia. El estadio y sus alrededores se convierten en el «campo de batalla» donde se demuestra que se es un «verdadero hombre».

Este factor género es el motor del reclutamiento y la retención en las barras. Los jóvenes no solo buscan amigos; buscan un hermanamiento guerrero que les confirme su hombría. Los ritos de iniciación, a menudo violentos, sirven para romper su individualidad y forjar una nueva identidad grupal basada en la lealtad ciega. Cualquier muestra de duda o compasión es tildada de «debilidad», el mayor insulto en un sistema que valora la dureza por encima de todo. Así, la barra se convierte en una jaula de refuerzo positivo para los comportamientos más tóxicos.

Las señales de alerta en este contexto son la externalización de esta crisis internalizada. Un joven que se siente presionado a probar su valor puede volverse irritable, desafiante y buscar constantemente confrontaciones, no solo en el ámbito futbolístico, sino en su vida diaria. Su consumo de medios (vídeos de peleas, música que glorifica la violencia) se alinea con esta búsqueda de validación. El desprecio por lo «débil» o «femenino» se acentúa, mostrando actitudes misóginas y homofóbicas.

Detectar esto implica escuchar lo que no se dice: el dolor, la inseguridad y la confusión detrás de la fachada de dureza. La pregunta clave no es «¿por qué es violento?» sino «¿qué herida está tratando de curar con esa violencia?». La prevención efectiva debe competir ofreciendo otros modelos de ser hombre: mentores que valoren la inteligencia emocional, la resolución pacífica de conflictos y el coraje cívico por encima del coraje físico.

Romper el ciclo de la violencia en las barras bravas requiere, en esencia, una revolución en cómo criamos a nuestros hijos. Significa desarmar la jaula de la masculinidad tóxica y mostrarles que la verdadera fuerza reside en la integridad, el respeto y la capacidad de ser vulnerables, de construir sin necesidad de destruir al otro. Es un desafío monumental, pero es la única vía para desactivar la bomba de tiempo que este fenómeno representa para tantos jóvenes.

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