Desde su triunfo en las primarias de la coalición oficialista, la campaña de Jeannette Jara se ha estructurado en torno a una lógica esencialmente negativa, enfocada en refutar las etiquetas que gravitan sobre su candidatura. Su esfuerzo principal ha sido disociarse de la doble carga simbólica que arrastra: su militancia en el Partido Comunista y su rol como exministra del gobierno de Gabriel Boric. Este enfoque reactivo, sin embargo, ha generado una consecuencia crítica: la imposibilidad de construir una narrativa propositiva y coherente sobre su proyecto de país. Al centrarse en definir lo que no es, Jara ha dejado un vacío programático que el electorado percibe no como moderación, sino como una falta de norte político genuino.

En el contexto del actual ciclo de desafección política chilena, esta estrategia resulta particularmente contraproducente. La evidencia de múltiples procesos electorales demuestra que los votantes, ante la desconfianza generalizada hacia los discursos de campaña, han adoptado un mecanismo de evaluación heurística basado en dos pilares concretos: la trayectoria histórica del candidato y el desempeño tangible de los gobiernos ligados a su coalición. Como señala la teoría del retrospective voting, en elecciones donde el candidato pertenece a la coalición gobernante, el voto se convierte principalmente en un plebiscito sobre la gestión saliente. Por ello, el intento de Jara de distanciarse de su filiación comunista y del legado boricista choca contra un muro de percepciones ciudadanas ancladas en hechos y adhesiones pasadas, no en promesas futuras.

La tensión ideológica subyacente a su candidatura permanece irresuelta y constituye su principal talón de Aquiles. Jara oscila entre un discurso que busca apelar a un electorado moderado, que mayoritariamente valora la propiedad privada y una economía social de mercado con robustas protecciones sociales, y una trayectoria personal inscrita en un partido cuya doctrina histórica postula la supresión de la propiedad privada de los medios de producción y un rol hegemónico del Estado. Su intento de presentarse como una figura supra-partidaria, representante «de una coalición» y no de su militancia, es leído por el electorado no como un gesto de amplitud, sino como un acto de cálculo político oportunista. Esta ambigüedad estratégica, lejos de ampliar su base, erosiona su credibilidad al reforzar el estereotipo del político profesional dispuesto a modular sus principios con fines electorales.

Esta inconsistencia se manifiesta también en la esfera performativa de la campaña. Jara ha transitado por diversos registros—desde la cercanía populista que enfatiza su origen humilde y su pasado como temporera, hasta un tono confrontacional que flirtea con la antipolítica—sin lograr estabilizar una identidad política creíble. Estos cambios tácticos, perceptibles incluso en su actitud durante los debates, son interpretados por una ciudadanía hipervigilante no como adaptabilidad, sino como falta de autenticidad. Cada contradicción o imprecisión en su relato biográfico o programático, en lugar de pasar desapercibida, consolida la narrativa de una candidatura definida por la contingencia y carente de un núcleo ideológico sólido.

En síntesis, el fracaso central de la campaña de Jara no es meramente táctico, sino constitutivo. Ha sido incapaz de resolver la ecuación fundamental que enfrenta: trascender las identidades que la definen (comunista, boricista) sin ofrecer una identidad alternativa clara y movilizadora. Mientras no explicite abiertamente su adhesión a un modelo capitalista reformado o, por el contrario, su aspiración a un paradigma de mayor preeminencia estatal—un ejercicio de honestidad intelectual que, aunque probablemente no le reporte beneficios inmediatos, otorgaría coherencia a su postulación—su mensaje seguirá siendo percibido como un eco vacío. En un clima político marcado por el escepticismo, la ausencia de un sueño de país definido no es una estrategia; es la renuncia a ofrecer una razón fundamental para ser elegida.