La transición de Chile a la democracia fue, en rigor, una forma de reivindicación de la política. Permitió que, a fines de los años 80, la mayoría del país confluyera en una perspectiva realista de recuperación de las libertades. Ello implicó que las fuerzas antidictatoriales aceptaran, en los hechos, la continuidad institucional como vía para el cambio pacífico. Fue determinante el compromiso de las Fuerzas Armadas con esa vía. Una de las personas que con mayor lucidez visualizó ese camino fue, sin duda, el gran hombre de Estado que fue Edgardo Boeninger. Hubo entonces que tender puentes, dialogar y pactar. Así ocurrió.

Fue paradójico que la Constitución de 1980, surgida en un contexto de falta de libertades, se convirtiera en la plataforma del cambio. El punto de partida fue el triunfo del NO en el plebiscito de octubre de 1988. Luego, en julio de 1989, otro plebiscito aprobó 54 reformas convenidas entre el régimen y la coalición opositora. Y en marzo de 1990, se produjo un acto inimaginable un par de años antes: Patricio Aylwin recibió las insignias del mando de manos del propio Augusto Pinochet ante los miembros del nuevo Congreso Nacional. No hubo ruptura, y eso fue bueno para Chile.

La transición no estuvo exenta de tensiones y riesgos, pero aseguró la paz interna y generó condiciones para la estabilidad y la gobernabilidad de los años siguientes. En el camino, la Constitución experimentó múltiples reformas, las que consolidaron el régimen de libertades y crearon un firme soporte para una etapa de progreso a la que, por la envergadura de sus logros, cuesta comparar con otra etapa de nuestra historia.

Hemos constatado, sin embargo, que los riesgos de retroceso y decadencia pueden estar a la vuelta de la esquina. Así lo demostró el estallido antisocial y antidemocrático de octubre de 2019, cuyo propósito fue empujar a Chile al caos y derrocar al gobierno constitucional. Actuó entonces una oscura coalición político-delictual que alentó la violencia, la destrucción y el pillaje de un modo nunca visto, lo que dejó al país muy malherido. En algún momento, lo sabremos todo sobre aquella agresión a nuestra convivencia, incluido el decisivo papel de la participación extranjera.

La violencia provocó inmensos daños materiales y espirituales a la sociedad, instaló el miedo en nuestra convivencia y perturbó profundamente la política. Durante cuatro años, y bajo la explícita amenaza de nuevas violencias, el país estuvo buscando un remedio para una enfermedad que no existía.

Eso fue la aventura constituyente, el camino hacia cualquier parte diseñado por los diputados y senadores para disimular sus propios miedos y proteger su poder. Al rechazar, hace dos años, el proyecto de Constitución que avaló el presidente de la República, Chile se salvó de una inmensa catástrofe.

La Convención refundacional era la vía de las demoliciones, la ingeniería social y el autoritarismo. Deberíamos extraer de allí lecciones definitivas. La mayoría del país no quiere nuevas aventuras ni experimentos dudosos, sino orden democrático, cohesión social, cultura del trabajo.

Un cambio indispensable es el relativo a la calidad de la política. Hace falta que lleguen a ella más personas honestas y talentosas, que velen por el bien colectivo y resistan el espíritu tribal. No es una fatalidad que la política sea capturada por quienes carecen de brújula moral. Es válida la preocupación por el exceso de partidos, pero no se sacará mucho con reducir su número, si subsisten la desaprensión, la banalidad y el estilo politiquero.

¿Qué tendríamos que haber aprendido? Que la violencia política es inadmisible en democracia, que ningún sector tiene derecho a tomar la parte de la legalidad que le conviene y, al mismo tiempo, dar la espalda al resto, que el pacto de civilización que es la democracia requiere que todos respeten las normas constitucionales y legales tanto cuando están en el gobierno como cuando están en la oposición.

Necesitamos fortalecer el Estado de Derecho. De ello depende que el país no sufra nuevos extravíos. Y no podemos perder de vista que las instituciones no son entelequias, sino corporaciones humanas, y son las personas concretas las que favorecen o descuidan el resguardo del interés colectivo.

La crisis de la Corte Suprema es muy grave, y ella misma tiene el deber de investigar y sancionar prontamente las faltas de sus integrantes. No puede permanecer en su cargo un ministro que haya faltado a sus obligaciones de imparcialidad, probidad e independencia. Lamentablemente, la pequeña política solo enturbia más las aguas. Un diputado ha dicho estar dispuesto a acusar constitucionalmente a 10 ministros. Es visible que la prioridad no es defender la ética en los tribunales, sino sacar ventajas políticas.

Es indispensable reformar el sistema de nombramiento de los miembros de la Suprema, y parece aconsejable marginar al Senado de tal proceso, con el fin de reducir las presiones partidistas. El país necesita jueces honestos y competentes, pero también fiscales en los cuales confiar. Ninguna institución puede estar al margen del escrutinio público. Hay que batallar contra la corrupción en todos los ámbitos.

El Estado tiene que imponer el respeto a la ley en todo el territorio. Ello exige derrotar el terrorismo y el bandolerismo en la macrozona sur, y articular una estrategia eficaz contra el crimen organizado. Es indispensable recuperar la seguridad pública y asegurar que las fuerzas policiales protejan más eficazmente a la población.

El país necesita con urgencia estimular la inversión y la innovación, alentar la creación de empleos, batallar contra la pobreza y la marginalidad, mejorar la atención de salud y la calidad de la educación, etc. Como aconsejaba Edgardo Boeninger, es vital definir políticas de Estado en todas las áreas que definen el desarrollo, lo cual demanda acuerdos que se proyecten más allá de los cambios de gobierno.

Chile puede salir adelante. Ha superado duras pruebas en estos años y cuenta con reservas humanas y capacidades para recuperarse de los males que lo afectan. Se trata de dar nuevo oxígeno al diálogo y la cooperación. La mayor exigencia es, en todo caso, la lealtad con la democracia.

(*) Intervención en el seminario “Gobernabilidad y Democracia”, organizado por Clapes, UC, el 12 de noviembre de 2024.

Por Sergio Muñoz, analista político, para ex-ante.cl

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