Cada cierto tiempo somos impactados por los horrores que suceden en los centros penitenciarios, y por la incapacidad del Estado para enfrentar este complejo problema. Ahora nos enteramos que, al interior de una cárcel, un preso fue despiadadamente degollado. Gran revuelo, el tema carcelario vuelve al tapete, a las editoriales y a los comentarios, pero todo pasa y no pasa nada; total, el ministro de Justicia ha declarado que el asunto está bajo control y la vida sigue igual.

Es indesmentible que las cárceles, además de estar colapsadas, se han transformado en escuelas del delito, centros de operaciones del crimen organizado, refugio para bandas de estafadores y narcotraficantes, antro de corrupción, etc., etc., todo esto a vista y paciencia de un sistema de Gendarmería incapaz de lograr el control de la población penitenciaria y mucho menos de su reinserción social.

Más grave aún, bajo esta espantosa realidad se encuentra invisibilizada una inaceptable situación donde es el Estado quien comete impunemente “crímenes de lesa humanidad” contra octogenarios soldados, sin que exista alguna reacción de los diferentes actores nacionales, de la sociedad política, de los organismos de Derechos Humanos, de las fundaciones o corporaciones creadas para concurrir con ayuda humanitaria a quienes se encuentran privados de libertad.

Son cientos de viejos soldados, “prisioneros del pasado”, muchos de ellos postrados o sin saber siquiera donde están, los que están literalmente “condenados a muerte” por hechos ocurridos hace 50 años. Procesados y condenados por un obsoleto sistema judicial, inquisidor e injusto, que recurrió sin escrúpulos al expediente de las “ficciones jurídicas”, a suposiciones o al simple hecho de haber pertenecido a las fuerzas armadas en esos aciagos días.

Con absoluta objetividad, y después de hacer un análisis sobre otras realidades a nivel mundial -Bélgica, España, EE.UU, Francia, Argentina, entre otros- e incluso después de analizar Tratados Internacionales referidos a los adultos mayores, es posible concluir que, para el mundo occidental, una persona sobre los 70 años deja de ser un peligro para la sociedad y, en consecuencia, por razones humanitarias califica para recibir beneficios como el cumplimiento domiciliario de la pena a la que fue condenado.

Comprobado lo anterior, esta pluma se pregunta: ¿Esos viejos soldados “prisioneros del pasado” no tienen Derechos Humanos? ¿Dónde está el Instituto de los DD.HH? ¿Dónde están los que demandaron la intervención militar del 73? ¿Dónde están las Organizaciones como la Cruz Roja que justifican sus acciones humanitarias en la necesidad de aliviar el sufrimiento y mantener la dignidad de las personas privadas de libertad?

La conclusión es clara, la crisis carcelaria es una realidad que hay que abordar con sentido de urgencia. Pero en el caso de esos viejos y patriotas soldados el tema es diferente, se trata de: “venganza y no de justicia”; a ellos se le niega toda acción humanitaria porque… ¡almas pequeñas!, motivadas por la venganza, los han condenado a un “geriatricidio“ por parte del Estado. Para esos veteranos del pasado: ¡fuerza y coraje… de rodillas, sólo ante Dios!

Por Cristián Labbé Galilea

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