Precisamente el año en que el Gobierno -usando cuantiosos recursos fiscales e invitando a figuras internacionales- se propone organizar en grande la conmemoración de los 50 años del derrocamiento de Salvador Allende, precisamente este año 2023, se le está convirtiendo al Presidente Boric en una pesadilla. ¿La causa? La secuencia de reveses políticos, su desafortunada gestión administrativa y la elevada desaprobación ciudadana.

Pero no se trata sólo de crisis a nivel nacional, sino también de aquellas que afectan las entrañas del Gobierno, como las pulsiones que lo desgarran, la pérdida del GPS y el anuncio de su portavoz de que el programa será “flexible”, una cantidad negociable, una novedad que defrauda a su núcleo fiel y alienta esperanzas en opositores.

Los 50 años son una conmemoración de doble filo para el Mandatario porque involucra dos dimensiones que la neo-izquierda tiene en alta estima -la simbólica y la internacional- por la competencia que libra con sus compañeros de ruta veteranos, como los socialdemócratas y los comunistas. Lo simbólico y lo internacional son cruciales para dotar de historia, carácter, épica, íconos y permanencia a la izquierda de reciente aparición.

Analicemos primero la dimensión simbólica. Es evidente el propósito de Boric al organizar los actos conmemorativos: reafirmar a Allende como figura revolucionaria esencial de nuestra historia, y situar asimismo a su propia persona -en tanto Presidente- como depositario superior de los sueños y el legado político de Allende. En rigor, ningún otro Mandatario lo ha celebrado, citado e imitado desde La Moneda tanto como Boric.

Se trata entonces de realzar la figura de Allende, de fortalecer una base unitaria para la izquierda y lanzar asimismo guiños a Boric y su Gobierno. Esta iniciativa deslumbraba como perla a comienzos de 2022, cuando Boric estaba en su apogeo, saludaba como monje budista y la prensa de izquierda lo presentaba como una esperanza para el país y la región. Pero demasiada agua ha fluido desde entonces bajo los puentes.

Allende, masón y miembro del Partido Socialista, es una figura compleja y contradictoria por la que compiten varios partidos chilenos. Si bien era socialista, desde ese partido recibió el peor fuego amigo bajo su Gobierno. Sectores ultras se aliaron con el MIR para radicalizar el proceso y hacerle la vida imposible al Presidente. Paradójicamente, del MIR procedían a su vez integrantes de su escolta privada, el GAP. El MIR, que proclamó en los sesenta la vía armada al socialismo al igual que el Partido Socialista, lo escoltaba pero a la vez lo acusaba de reformista y de ignorar las lecciones del castrismo, que los adiestró y financió.

Allende no era comunista, y llegó incluso a simpatizar con el Che Guevara, que el PC denostaba, pero fue un partido leal con Allende. El PC intentó sin éxito que la economía no derivase en la hecatombe en que acabó porque sabía que Moscú carecía de medios para mantener a otra Cuba en la región. Hasta hoy seduce Allende a la izquierda, y en parte puede deberse a una mala conciencia. Lo llevó a La Moneda, pero al final lo abandonaron. Allende murió acompañado sólo por médicos amigos, ningún dirigente partidista acudió el 11 a palacio.

Supongo que Boric notó que Allende es hoy una figura admirada por cierta izquierda, constituye un tónico vigorizante para ella al navegar entre socialdemocracia, socialismo a secas y castrismo, y que su figura podría fortalecerle, sobre todo si él emergía como heredero de su legado, y su Gobierno como la continuación 2.0 del que no cumplió su plazo constitucional en los setenta.

Pero esa idea, que después del triunfo de diciembre del 2021 lucía genial, perdió brillo por varias razones. Una es que Allende -como Augusto Pinochet- constituye una figura del pasado que divide y que, por virtud de una prolongada conmemoración, seguramente dividirá aun más al país hoy de nuevo polarizado. La segunda razón es que el relato sobre Allende que difunde la izquierda es apologético, ignora los factores que incidieron en el quiebre, como la extrema polarización nacional, el racionamiento de alimentos, los enfrentamientos fratricidas, la paralización económica, la inflación récord mundial, la aparición de grupos armados, el condenatorio acuerdo de la Cámara de Diputados y un largo etc.

No se debe olvidar que la izquierda excluye el relato sobre la historia previa al 11 alegando que su sola mención justificaría la violación de derechos humanos bajo el régimen militar. La tercera razón radica en que Boric, que se identifica con un Allende que llegó a La Moneda en 1970 con sólo 36% de los votos, exhibe hoy una aprobación de 28%, lo que complica las cosas. La conmemoración no contribuirá a engrandecer la memoria de Allende ni la imagen de Boric.

Otra dimensión que intentó cultivar Boric desde un inicio se ubicó en el ámbito del liderazgo regional. Desde que asumió trató de convertirse en líder de América Latina, una ambición -indisimulada en un comienzo, atenuada hoy- que no cayó bien entre sus colegas izquierdistas latinoamericanos con más experiencia, trayectoria militante y épica.

Boric se entusiasmó con la idea porque sintió tal vez -en medio de su apogeo y el baño de masas- que el país le quedaba chico, o creyó que las disputas con sus colegas serían similares a las de las asambleas estudiantiles o la Cámara de Diputados. Quizás supuso que lograr que ”América Latina hable con una sola voz” era un asunto de mera buena voluntad. Así se acercó a mandatarios izquierdistas que creyó coincidían plenamente con él, sin reparar en que pecaba de ingenuidad. El resultado: poco o nada queda ya de los afectuosos abrazos con López Obrador, Castillo, Petro, Fernández o Lula; en cambio sólo persisten las descalificaciones mutuas con las dictaduras de Venezuela y Nicaragua, y la prolongada mudez de La Moneda sobre la tiranía castrista, que atormenta a Cuba desde hace 64 años.

Creo que el mismo Boric cerró las compuertas hacia la marea izquierdista regional cuando supuso que podría navegar bien en ella tras su anuncio de que convertiría a Chile de “la cuna del neoliberalismo en la tumba del neoliberalismo”. También cerró las compuertas al cometer errores imperdonables para una izquierda que cultiva sus nexos aparentemente a través del Foro de Sao Paulo y el Grupo de Puebla, pero lo fino y delicado lo acuerda en discretas y reservadas comunicaciones. Entre los “errores” se cuentan haber criticado a los tiranos Maduro y Ortega, guardar silencio frente al castrismo -lo que a la izquierda le despierta sospechas-, y haberse alineado finalmente con el gobierno constitucional del Perú, liderado por Dina Boluarte.

La izquierda regional ya no cree en Boric, y es difícil que lo perdone cuando retóricamente, al menos, éste parece querer moderarse.

La primera prioridad del Presidente debe ser concentrarse en las delicadas crisis de Chile. Y en este sentido debe ser prudente con el mensaje que difunde dentro y fuera del país con respecto al 11 de septiembre. Tendrá que escoger entre ser fiel a la izquierda reiterando su versión apologética y maniquea sobre el fin del Presidente Allende y su gobierno, dividiendo y polarizando aun más, por lo tanto, al país; o abrirse a escuchar otras voces sobre los mil días del gobierno de la Unidad Popular, aceptando la dolorosa, compleja y trágica verdad que estuvo a punto de arrastrarnos a una guerra civil.

Nada de esto implica, desde luego, justificar la violación de derechos humanos, sino reconocer la entonces aguda división nacional y “el grave quebrantamiento del orden constitucional” por parte del gobierno de Allende que declaró la Cámara de Diputados el 22 de agosto de 1973.

Si Boric insiste en repetir la versión de la izquierda sobre esa álgida etapa de la historia, estará borrando con el codo lo que escribe con la mano estos días sobre la necesidad de lograr la unidad nacional y de abrirse al diálogo. Esta alternativa no sólo resultará decepcionante para un amplio sector nacional, harto de tanta división y odios, sino que llevará a Boric a escenificar el 11 de septiembre, medio siglo después de la sepultura de nuestra democracia, la segunda muerte de Allende en La Moneda.

Sólo señalando con coraje, objetividad y claridad lo que condujo a la polarización extrema de un país y sólo reconociendo el fracaso de sus políticos que no lograron resolver en el marco político las abismales discrepancias nacionales entonces, podremos evitar repetir trances semejantes. Se trata de una búsqueda ardua a la que también debe contribuir nuestra denostada clase política y -en primer lugar y en grado supremo- el Presidente de la República.

Por Roberto Ampuero, escritor, excanciller, ex ministro de Cultura y ex embajador de Chile en España y México. Profesor Visitante de la Universidad Finis Terrae, para El Líbero

/psg