El debate sobre la desinformación es cada día más intenso en Brasil. Hace unos días, Sergio Moro, del partido Unión Brasil, presentó un proyecto de ley para eliminar la Fiscalía Nacional de Defensa de la Democracia. Para Moro, ex juez símbolo de la operación Lava Jato que destapó en 2014 el escándalo de corrupción en Brasil y ahora senador, este nuevo órgano creado por el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva para “combatir la desinformación sobre las políticas públicas” es una peligrosa herramienta para silenciar a la oposición y las críticas en un debate plural. “La palabra desinformación”, dijo Moro, “se refiere a un concepto voluble que puede ser burlado ideológicamente”. Este órgano, según Moro, “puede servir de base para instrumentalizar la censura política contra los que se oponen al gobierno”.

Las recientes declaraciones del presidente Lula y de su Partido de los Trabajadores (PT) calificando a los jueces de la Lava Jato de “grupo criminal” y el impeachment de la ex presidenta Dilma Rousseff de “golpe” no hacen más que alimentar las dudas compartidas incluso por la prensa brasileña sobre el riesgo de arbitrariedad en la lucha contra la desinformación con la creación de este orwelliano “Ministerio de la Verdad”. Moro no está solo en su batalla. Otros dos diputados, José Mendonça Filho, de Unión Brasil, y Eduardo Girão, del partido Novo, han promovido proyectos de ley para eliminar por decreto esta Fiscalía creada el mismo día de la toma de posesión de Lula, el 1 de enero. El punto clave de la polémica y de los proyectos de ley que se oponen a ella reside en el hecho de que no existe una definición del concepto de desinformación en el ordenamiento jurídico brasileño. Por tanto, es lógicamente imposible que un ministerio público combata algo que no está reconocido por la ley.

La Fiscalía Nacional de Defensa de la Democracia no es más que una de las muchas iniciativas del nuevo gobierno para combatir las fake news, en un país que aún no ha olvidado el abuso de la censura durante los años de la dictadura. Y si el problema de la lucha contra la desinformación es mundial, sólo en Brasil ha intervenido el Supremo Tribunal Federal (STF) para multar con millones de dólares a las plataformas que se niegan a retirar contenidos. Fue, por ejemplo, el caso de Telegram, que ignoró una decisión de la justicia brasileña de suspender el canal del diputado más votado del país, el bolsonarista Nikolas Ferreira, juzgada por Telegram “como una decisión indebida, irregular y desproporcionada”. Por ello, la plataforma fundada en 2013 por los hermanos rusos Nikolai y Pavel Durov prefirió pagar una multa de 1,2 millones de reales, 232.000 dólares. Tribunales regionales como el de Río de Janeiro también han impuesto recientemente fuertes multas como la de 14,5 millones de reales, casi 3 millones de dólares, contra Twitter por no comunicar los datos del propietario del perfil que publicó informaciones falsas contra el hoy diputado del PT Marcelo Freixo durante la campaña electoral.

El ministro del STF que más se ha destacado en esta nueva “caza de brujas”, denunciada también por un duro artículo del New York Times, Alexandre de Moraes, afirmó recientemente en un evento en Portugal que “son necesarios nuevos mecanismos para regular las redes sociales”, aludiendo a un supuesto “lavado de cerebro” que convertiría a las personas en zombis a través de las redes sociales.

Las decisiones del STF van en la dirección de la nueva línea del gobierno Lula. “Hay que castigar a las big tech”, dijo hace unos días el ministro responsable de la Secretaría de Comunicación, Paulo Pimenta. “Su modelo de negocio”, dijo Pimenta, “no puede superponerse al interés público y al conjunto de otros valores que están en el debate sobre esta cuestión”. Sin embargo, las plataformas sociales de todo el planeta hace tiempo que se dedican a crear grupos de trabajo internos y externos en los que participan expertos de todo el mundo para optimizar la moderación de sus contenidos.

A principios de este mes, el ministro de Justicia, Flávio Dino, presentó a Lula un proyecto de regulación de las plataformas sociales, bautizado ya por la prensa brasileña como “paquete democracia”, que pretende tipificar como delitos de terrorismo y atentado contra la democracia los comportamientos inadecuados en Internet, responsabilizando a las plataformas si no retirarán este tipo de contenidos. “Queremos discutir con la sociedad, abrir un debate para saber cómo prohibir que las plataformas sociales difundan noticias impropias, mentirosas o violentas”, dijo Lula en un encuentro con comunicadores de izquierda. “Los mentirosos, los que quieren el mal y el embuste en Internet no pueden disfrutar de la libertad de la que gozan”.

Lula pretende llevar el debate a nivel mundial y se ha mostrado dispuesto a discutir el tema en el próximo G20 y con los BRICS que, sin embargo, cuentan entre sus miembros con países como China y Rusia, no precisamente un ejemplo de libertad e información veraz.

“No puede ser el problema de un solo país. Tiene que ser una cuestión de todos los países del mundo para regular algo que da tranquilidad al régimen democrático”, dijo Lula, ignorando el reciente escándalo de Twitter, revelado tras la compra por Elon Musk por la supuesta influencia de la plataforma en favor del presidente Joe Biden durante la última campaña electoral.

De hecho, el debate a nivel internacional ya existe, incluso se discutió durante la última reunión del G20 en noviembre, pero es delicado y sobre todo depende mucho de las legislaciones nacionales. En Estados Unidos, por ejemplo, la Primera Enmienda de su Constitución que garantiza la libertad de expresión, siempre ha condicionado el debate. En Europa, en cambio, existe la propuesta de ley del Digital Services Act (Norma de servicios digitales), según la cual las plataformas deben revelar información que hoy es secreta, como el funcionamiento de los algoritmos en la moderación y difusión de contenidos falsos. Sin embargo, Europa, a diferencia de Brasil, se centra en la regulación de los procesos, no de los contenidos.

En Brasil, la Fiscalía Nacional de Defensa de la Democracia es sólo una pieza de un rompecabezas mayor en el que también tiene cabida una Secretaría de Políticas Digitales creada para combatir el discurso de odio en las redes. Pimenta, que es a su mando, ya ha prometido una ley que regule las plataformas en el primer semestre del 2023, además de abogar por la puesta en marcha de una “red de defensa de la verdad”, de la que no ofreció detalles. Sólo la china TikTok, bajo acusación en Estados Unidos por ser un brazo de control del gobierno chino, entregó un informe al Supremo Tribunal Federal en el que reveló que había retirado 10.442 vídeos “incitando a la violencia” durante y después de la invasión de los palacios del poder en Brasilia, el 8 de enero.

Mientras el gobierno brasileño despotrica contra las fake news, poco o nada se ha hecho en los últimos años en materia de cultura, especialmente para las clases más pobres. A pesar de que desde principios del año el nuevo gobierno ha destinado 610 millones de reales, unos 118 millones de dólares, a la cultura a través de la ley Rouanet, prefiere financiar espectáculos como “Disney on Ice” y “Disney’s Magic and Symphony” en lugar de garantizar un mayor acceso a la lectura, incluso mediante una ampliación de la red de bibliotecas públicas de barrio, especialmente en las favelas, capaces de alimentar el cerebro de las nuevas generaciones. En Brasil, cabe recordar, los libros son proporcionalmente más caros que en Europa y, por tanto, de difícil acceso para las clases más pobres de la población. Recientemente, el país asistió impotente a la quiebra de una librería símbolo de su historia cultural, la Livraria Cultura de San Pablo, sin que ningún político interviniera. Sin embargo, el fomento de la lectura es la base esencial para desarrollar el espíritu crítico necesario para evitar caer en la desinformación y alimentar contenidos falseados y ridículos, que proliferaron durante la última campaña electoral sin que ni siquiera la autocensura de la vergüenza consiguiera cortarlos de raíz.

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