Por alguna razón, el concepto de zombi fascina a la humanidad. Esta atracción ha cosechado un impulso considerable, sobre todo en la última década con series de TV como The Walking Dead y películas como 28 días después o Guerra Mundial Z.

Se cree que la palabra zombi deriva de la palabra Kongo nzambi, que significa «espíritu de una persona muerta». En su mayor parte, las historias sobre los muertos vivientes fueron relegadas a Haití, pero pronto se hicieron más populares con la primera película ‘White Zombie’ -La legión de los muertos sin alma- (1932) y, finalmente, el clásico de culto ‘La noche de los muertes vivientes’ (1968).

En la ficción, lenta pero implacablemente, los zombis acaban atrapando a cualquier persona que pueda respirar, compensando su falta de velocidad con una paciencia incesante y un número abrumador de miembros.

Los zombis son una paradoja física. Son muertos vivientes, pero se mueven como si estuvieran vivos. Están fríos y sin vida, pero de alguna manera rompen cráneos para desenterrar un tesoro de cerebros. Se pudren, pero atrapan en su caótico periplo a los más desafortunados. Sin embargo, de acuerdo con nuestra comprensión actual de la biología humana, los zombis simplemente no pueden existir.

El implacable clima de la Tierra afectaría a los zombis de muchas maneras. El alto calor y la humedad aceleran el deterioro de la carne podrida al proporcionar las condiciones perfectas para la proliferación de insectos y bacterias, que descomponen todo aquello donde se establecen sus enzimas. El calor seco de un desierto también succionaría a los zombis en cuestión de horas.

El invierno profundo haría que los huesos de los zombis se volvieran más frágiles de lo que ya son. Incluso el más mínimo golpe o tropiezo podría hacer que sus esqueletos colapsaran por completo, tal vez incluso por su propio peso.

Eso sin mencionar el deterioro causado por los rayos ultravioleta del sol, los vientos huracanados, la lluvia y el granizo (quizá este mal tiempo sea uno de los motivos por los que tantos zombis prefieren la seguridad relativa de un sótano o una cárcel abandonada).

Respecto a la locomoción, en los humanos es posible gracias a los vínculos entre los músculos, los tendones, los elementos esqueléticos y demás. Cuando parte de ese sistema falla, no nos movemos apenas, si es que lo hacemos, de ahí que fuese imposible que los zombis se movieran o tambalearan siquiera.

Considerando la falta de cerebro, el sistema nervioso central humano controla toda nuestra actividad muscular disparando señales eléctricas desde el cerebro a las células musculares, que se contraen en respuesta a las órdenes de la materia gris. Muchos zombis parecen sufrir heridas masivas en la cabeza que podrían hacer que el cerebro no funcionase por completo, lo que hace que la idea de caminar sea aún más inverosímil.

Por si esto fuera poco, los virus, hongos, bacterias y otros invasores microscópicos han socavado la humanidad desde el comienzo de los tiempos. Sin embargo, nuestro sistema inmunológico, rebosante del armamento de los glóbulos blancos, nos mantiene vivos. Sin embargo, no es así para los zombis: son un caldo de cultivo perfecto para un número incalculable de bacterias, hongos y virus que acortarían rápidamente la vida a sus anfitriones, devorándolos desde dentro hacia afuera.

Encontraríamos aún más motivos por los que es imposible que los zombis sobrevivieran a tantas vicisitudes.

Los amantes de los zombis tienden a tener una visión romántica de cómo sería la vida una vez que el apocalipsis nos azotara (no habría que ir al cole o a trabajar), pero probablemente lo más preocupante de todo sería la falta de medicamentos, la gasolina/combustible y el agua limpia. Así que mejor que todo se quede como está.

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