Bonnie Blue yace desnuda en el suelo de una habitación, moviendo brazos y piernas como si dibujara la silueta de un ángel en la nieve. A su alrededor, sin embargo, no hay hielo, sino cientos de preservativos usados y envoltorios esparcidos por todo el piso. La escena, deliberadamente impactante, marca el cierre de su más reciente desafío viral: 12 horas de sexo con más de mil hombres (1.057, para ser exactos), a quienes convocó a través de sus redes sociales.
La propuesta rompe con el modelo tradicional de la pornografía profesional: nada de actores con trayectoria ni guiones básicos. En su lugar, Bonnie —o Tia Billinger, su nombre real— apuesta por un formato que capitaliza el morbo, la cercanía y el consentimiento documentado. Invita a hombres jóvenes o casados a tener sexo gratis con ella, a cambio de permitir la grabación del acto. El material resultante se distribuye por plataformas como OnlyFans, donde reúne cerca de un millón de suscriptores. A los participantes se les permite cubrir el rostro con una capucha, pero no el cuerpo ni su papel en escena.
La figura de Bonnie Blue plantea una paradoja difícil de ignorar. A sus 25 años, dejó su empleo en el área financiera del sistema de salud pública británico para dedicarse a producir contenido sexual, una decisión que le ha generado ingresos millonarios —más de dos millones de euros al mes, según cifras divulgadas— y una notoriedad tan rentable como polarizante. Mientras algunos la ven como una mujer empoderada que ha tomado el control de una industria históricamente dominada por hombres, otros la acusan de haberle dado un golpe irreversible al feminismo contemporáneo. En su cuenta de TikTok, una detractora lo resume así: “Está glorificando la violación y el abuso. Ha hecho retroceder años y años la lucha de las mujeres. Nadie quiere ver esa mierda”.
El documental 1.000 Men And Me: The Bonnie Blue Story, dirigido por Victoria Silver y transmitido por el canal británico Channel 4, se adentra sin filtros en este fenómeno. Más que dar respuestas, el filme formula preguntas incisivas sobre los límites del consentimiento, la espectacularización del cuerpo femenino y la lógica capitalista aplicada al deseo. La pieza no intenta embellecer ni moralizar: muestra una realidad compleja, cruda, incómoda, pero imposible de ignorar.
¿Es Bonnie Blue una estratega brillante que entendió mejor que nadie las reglas de un mercado donde lo íntimo es moneda? ¿O es el síntoma de una cultura que ha disfrazado la cosificación bajo el ropaje del empoderamiento? Entre puzles armados en su tiempo libre y grabaciones masivas con voluntarios anónimos, Bonnie parece moverse con solvencia entre dos mundos. Lo inquietante es que, en ambos, el cuerpo —como negocio, provocación y mensaje— sigue siendo el centro de todo.
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