El informe de Prisoners Defenders no solo cuantifica la represión, sino que disecciona su anatomía legal, revelando una estrategia estatal metódica de judicializar el disenso. Los casos de los cuatro manifestantes de Manicaragua condenados por «desórdenes públicos» constituyen un paradigma de este mecanismo. La protesta, impulsada por una demanda social tangible como la falta de electricidad, fue reinterpretada por el tribunal de Villa Clara como un acto de coacción contra el Estado, utilizando conceptos ambiguos como «afectar la tranquilidad ciudadana» o «apabullar a funcionarios». Esta elástica interpretación del derecho penal vacía de contenido las garantías legales y transforma a todo ciudadano que exige derechos en un potencial delincuente, exponiendo la naturaleza instrumental de un sistema judicial que opera como brazo ejecutor de la censura.
La patología represiva se agudiza en casos que evidencian una crueldad institucional particular, como el de Leonard Richard González Alfonso. Su encarcelamiento por el delito de «propaganda contra el orden constitucional» –aplicado por la mera colocación de carteles– demuestra cómo el Estado criminaliza la expresión de la desesperación ciudadana. Más grave aún es el abandono deliberado de su integridad física y mental. Al mantenerlo en el Combinado del Este, una prisión de máximo rigor, y negarle la atención médica que su trastorno de personalidad e historial suicida exigen, el régimen no solo viola estándares internacionales, sino que activa un mecanismo de tortura por negligencia. La opacidad judicial, que incluye negar información a su familia, completa un cuadro de desaparición legal que busca no solo castigar, sino también quebrar psicológicamente al individuo y a su red de apoyo.
Finalmente, el espectro represivo se amplía para capturar a la ciudadanía en su estado más vulnerable, como ilustran los casos de los hermanos Caballero Oduardo y Mario Víctor Liqui Rodríguez. Los primeros, víctimas de un desalojo forzoso, son criminalizados por «desacato» y «atentado», delitos que convierten la resistencia ante la precariedad habitacional en un acto contra el Estado. Su condena sella un ciclo de violencia institucional donde el sistema penal se erige como garante de la injusticia social. En el polo opuesto, la desaparición de Liqui Rodríguez, un activista de perfil conocido, tras su arresto por las «boinas negras» y su paso por el notorio centro de Villa Marista, ejemplifica la respuesta ante el desafío político organizado: la aniquilación de la disidencia mediante el terror y la incertidumbre. En conjunto, estos casos delinean un régimen de control que opera en un continuum, desde el castigo de la pobreza hasta la desarticulación sistemática de cualquier iniciativa democrática, configurando un panorama donde el derecho es, fundamentalmente, el arma del poder.
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