En un contexto de extrema vulnerabilidad, marcado por una ofensiva rusa que busca quebrar la resistencia ucraniana mediante el sistemático targeting de su infraestructura energética, Ucrania se enfrenta a una crisis de legitimidad interna que podría erosionar los cimientos de su unidad nacional y el apoyo internacional. La reciente detonación de un escándalo de corrupción de alta envergadura, que ya ha cobrado las cabezas de los ministros de Energía y Justicia, no es un hecho aislado, sino un síntoma de las profundas grietas estructurales que persisten en el aparato estatal, incluso bajo la presión existencial de una guerra.
La investigación, conducida metódicamente por la Oficina Nacional Anticorrupción (NABU) y la Fiscalía Especial Anticorrupción (SAP), ha desvelado una sofisticada red delictiva bautizada como “Operación Midas”. Esta operación, que según la NABU resultó en cinco detenciones y más de 70 allanamientos, expone un modus operandi que desvía recursos vitales: la exigencia de sobornos del 10% al 15% a subcontratistas de la empresa estatal de energía nuclear, Energoatom, como peaje para acceder a pagos y mantener la condición de proveedores. El destino final de estos fondos, que según The New York Times —citando el comunicado oficial— ascendían a unos 100 millones de dólares, era el blanqueo en el exterior a través de sociedades extranjeras, evidenciando una fuga de capitales crítica en un momento de máxima necesidad.
La trascendencia del caso, sin embargo, reside en su proximidad al poder. La investigación no se detuvo en funcionarios de nivel medio o directivos de Energoatom; sus ramificaciones alcanzan al núcleo del presidente Volodimir Zelensky. La implicación de figuras como el empresario Timur Mindich, con lazos personales y comerciales con Zelensky —y quien habría abandonado el país prematuramente—, y de Oleksiy Chernyshov, exviceprimer ministro e íntimo del presidente —identificado en las grabaciones bajo el alias “Che Guevara” y acusado de enriquecimiento ilícito—, transforma un caso de corrupción en una crisis política de primera magnitud. Esto llevó a Zelensky a forzar la renuncia de sus ministros de Energía y Justicia, Svitlana Grynchuk y German Galushchenko, considerando su permanencia «insostenible» para la credibilidad del gobierno ante sus aliados.
La gravedad se intensifica al superponer la crisis de gobernanza con la emergencia militar. Como destacó Politico, los mismos fondos estatales asignados para blindar la infraestructura eléctrica contra los ataques rusos —decuados de millones de euros— fueron parcialmente desviados por esta red, dejando al país doblemente expuesto: a los misiles enemigos y al saqueo interno. Esta superposición de crisis revela una peligrosa dicotomía: mientras la ciudadanía sufre apagones, una élite aprovechaba la opacidad de la guerra para enriquecerse.
El caso «Midas» actúa como un catalizador que ha destapado otras líneas de investigación en áreas estratégicas, particularmente en el Ministerio de Defensa, donde se investiga la posible adquisición de equipamiento defectuoso a precios inflados. Incluso Rustem Umerov, exministro de Defensa y actual secretario del Consejo de Seguridad Nacional, figura en las pesquisas por presiones para aprobar compras de material de baja calidad, aunque niega cualquier irregularidad.
En conclusión, Ucrania se encuentra en una encrucijada histórica. La ofensiva rusa prueba su resistencia militar, pero la sombra de la corrupción desafía su fortaleza institucional. La presión social, con protestas ciudadanas exigiendo rendición de cuentas, demuestra que la sociedad civil, forjada en la guerra, no tolerará un retroceso en la lucha por la transparencia. La independencia demostrada por la NABU y la SAP es, en este sentido, un faro de esperanza. La forma en que el Estado ucraniano logre depurar sus filas y restaurar la confianza no solo definirá el resultado de esta crisis interna, sino que será un factor determinante para mantener la cohesión nacional y el indispensable flujo de apoyo militar y financiero de Occidente.
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