Con la elección de José Antonio Kast, no solo retorna al poder una vertiente política específica, sino también una figura institucional que había sido oficialmente disuelta: la de la Primera Dama. Pía Adriasola Barroilhet, esposa del presidente electo por 34 años y madre de sus nueve hijos, se alista para asumir un rol que el gobierno saliente de Gabriel Boric, siguiendo la voluntad de Irina Karamanos, eliminó como cargo formal. Sin embargo, la pareja presidencial entrante ha sido enfática en restituir su significado, señalando que “no porque alguien haya decidido que se va a acabar el cargo, se termina el rol”. Esta reinstauración no será un mero acto simbólico, sino que plantea interrogantes sobre el sello que Adriasola imprimirá, su relación con las redes socioculturales del Estado y cómo reinterpretará una tradición en el Chile contemporáneo.

Más allá del acompañamiento protocolar, Adriasola llega con un capital político y social propio, forjado a lo largo de tres campañas presidenciales. Su participación no se limitó a la figuración; tuvo pautas propias donde pudo desplegar una imagen de calidez, cercanía y fortaleza. Gestos como conducir un camión con una bandera chilena en Antofagasta fueron mensajes calculados que resonaron con segmentos específicos del electorado, mostrando una versión moderna pero anclada en valores tradicionales. Su búsqueda de orientación con Cecilia Morel, viuda de Sebastián Piñera, revela una conciencia deliberada del peso institucional que asumirá y un intento por aprender de experiencias previas de centroderecha.

Su biografía personal agrega una capa de profundidad a su figura. Criada en lo que hoy es Bajos de Mena, Puente Alto, en una infancia de precariedad material pero rica en afecto familiar, Adriasola construye una narrativa de origen popular y resiliencia. Esta historia, que ella misma ha compartido, le otorga una credibilidad social distinta a la de su marido y potencialmente la conecta con realidades que trascienden el círculo político tradicional. Su decisión de estudiar Derecho, motivada por el deseo de adquirir un conocimiento ajeno a su aspiración de ser madre, y su temprano encuentro con un tímido «Anton» Kast en la Universidad Católica, completan un relato de vida que mezcla destino personal, fe católica (es adherente de Schoenstatt) y una clara vocación familiar.

El gran desafío que enfrenta Adriasola es definir el contenido sustantivo de su rol. Históricamente, las primeras damas chilenas, desde Luisa Durán con «Sonrisa de Mujer» hasta Cecilia Morel con «Elige Vivir Sano», han liderado fundaciones y programas bajo el alero de la red sociocultural presidencial, dándole una cara social y muchas veces asistencial a la gestión. Con esa red desmantelada, Adriasola deberá innovar dentro de la tradición. ¿Creará una nueva fundación ad-hoc? ¿Recuperará y reformulará alguna de las estructuras anteriores? ¿Su labor se concentrará en un tema bandera, como la familia, la infancia o la promoción de oficios? Hasta ahora, no existe un plan detallado, pero su «vocación social», como la ha descrito, y su experiencia en terreno durante las campañas, sugieren que buscará un espacio de acción concreto.

Su llegada representa, en esencia, la repersonalización de una función que se había intentado burocratizar y despersonalizar. En un gobierno que ha prometido un «gobierno de emergencia» y un retorno al orden, la figura de Pía Adriasola como Primera Dama puede leerse como un símbolo de continuidad institucional y estabilidad familiar. Sin embargo, también operará bajo un escrutinio intenso, en un país con sensibilidades cambiantes respecto a los roles de género y la utilización de recursos públicos para figuras no electas. Su éxito dependerá de su capacidad para convertir un rol restituido por decisión política en una presencia socialmente legitimada y efectiva, que logre, como sus predecesoras, dejar una huella identificable más allá del período presidencial de su marido.

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