Los recientes y graves episodios de violencia en el Instituto Nacional, emblemático liceo público chileno, han trascendido la mera crónica policial para configurar un caso paradigmático de instrumentalización política e irresponsabilidad cívica. Mientras tres profesoras sufrían agresiones físicas y eran rociadas con bencina —hecho de una gravedad inédita en el ámbito escolar—, un informe interno del establecimiento, revelado por El Líbero, advertía que dos docentes habrían facilitado, mediante el uso de sus vehículos, el ingreso de material destinado a crear disturbios. Este contexto de intimidación y caos institucional no fue, sin embargo, un impedimento para que figuras públicas de primer nivel de la izquierda chilena normalizaran y celebraran políticamente el proceso que se desarrollaba en su interior.
En una demostración de un oportunismo político cínico y desconectado de la urgencia del drama educativo, la exalcaldesa comunista de Santiago y diputada electa, Irací Hassler, junto a la concejala de su mismo partido, Dafne Concha, no solo asistieron a la juramentación del nuevo centro de estudiantes, sino que ocuparon un lugar protagónico en la primera fila del acto, celebrado en el aula magna del Centro Cultural Ceina. Este evento se desarrolló el mismo jueves 18 de diciembre, jornada en que nuevas manifestaciones violentas obligaron a la suspensión de clases en la mañana, demostrando que la espiral de conflictos estaba lejos de resolverse.
La gravedad de la presencia y el respaldo explícito de Hassler radica en su doble condición: es una autoridad política de alto perfil y fue, hasta hace poco, la alcaldesa sostenedora del propio Instituto Nacional durante el crítico periodo de su transición a la mixtitud en 2021. En lugar de ejercer un liderazgo responsable que priorizara la seguridad de la comunidad educativa y la depuración de responsabilidades por los actos vandálicos, optó por una maniobra de captación política. En su cuenta de Instagram, publicó imágenes fraternizando con los integrantes de la lista ganadora “Conciencia+2”, encabezada por la alumna Colomba Tobar, a quien felicitó por ser la primera mujer en presidir el centro de estudiantes.
El gesto en sí mismo —celebrar un hito de equidad de género— podría parecer loable en otro contexto. No obstante, realizado en medio de la crisis descrita, se transforma en un acto de profunda irresponsabilidad y en una legitimación tácita de un entorno disfuncional y violento. Al publicar que “Un avance que habla de democracia, igualdad y fortalecimiento de la educación pública”, Hassler cometió un grave error de jerarquía ética: separó artificialmente un símbolo progresista (la elección de una mujer) de la realidad material de terror que vivían los docentes y alumnos. Con este acto, figuras clave de la izquierda comunicaron un mensaje pérfido: la conquista de espacios de poder interno por parte de grupos afines es más valiosa que el restablecimiento inmediato del orden, la seguridad y la autoridad pedagógica.
Este episodio revela una patología política peligrosa: la incapacidad de ciertos sectores de la izquierda para condenar de manera inequívoca y prioritaria la violencia cuando ésta emerge de espacios que consideran de su base social o instrumental para sus luchas. Se prefirió el cálculo electoral de corto plazo —la foto con la nueva dirigencia estudiantil— sobre el deber fundamental de cualquier autoridad: proteger a los ciudadanos y condenar toda forma de agresión. La presencia de Hassler y Concha no fue un acto de apoyo inocente a la participación juvenil; fue la validación política de un clima de ingobernabilidad que tiene a docentes aterrorizados y que socava las bases mismas de la educación pública que dicen defender. Es la izquierda que, en su afán por cultivar referentes y capitalizar descontento, abdica de su responsabilidad de ser un faro de civilidad y se convierte, en cambio, en cómplice pasivo de la barbarie.


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